Colombe

Michel

No sé qué edad tengo exactamente. Solo sé que soy viejo. Lo veo en mis manos, en mis dedos retorcidos, la piel arrugada y las manchas marrones en el dorso de la mano, y los callos reblandecidos en las palmas. Estiro los dedos todo lo que puedo, pero siguen retorcidos.

Maria Rossich
traducido por
Maria Rossich

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1.

No sé qué edad tengo exactamente. Solo sé que soy viejo. Lo veo en mis manos, en mis dedos retorcidos, la piel arrugada y las manchas marrones en el dorso de la mano, y los callos reblandecidos en las palmas. Estiro los dedos todo lo que puedo, pero siguen retorcidos. Son suficientemente fuertes para sostener un plato de sopa y arrancar un trozo de pan; se han vuelto demasiado débiles para recoger piedras y apilarlas para formar un muro.

Desde donde estoy sentado, en el banco que serré i construí con mis propias manos hace tiempo, veo a los hombres trabajando. Están colocando piedras. Hacen tres montones: uno con piedras pequeñas, otro con grandes y más grandes. Dejan las piedras planas a un lado; son para después, para el techo.

Un tipo de complexión robusta coloca una hilera de piedras una al lado de la otra, los demás lo observan. El muro norte va creciendo. La iglesia estará orientada al sur, como todas las casas de aquí.  

Incluida la mía. En su momento ni me lo planteé; en este lugar ya había habido otra casa que también miraba al sur. Era un simple cuadrado con una abertura hacia el sol y al fondo un rincón sucio de hollín donde tal vez había habido una chimenea. Solo quedaba un muro bajo, tres o cuatro hileras de piedras. Lo aproveché para construir una casa nueva.

Y eso es lo mismo que hacen esos hombres. No los conozco. Son hijos de hombres que he conocido, pero no hablo con ellos. No vienen a nuestra casa, ni nosotros vamos a las suyas. Solo si ha muerto alguien. Entonces vienen todos, los hombres, las mujeres, los niños. Puede haber veinte, treinta o quizás cuarenta personas. Vienen a saludar a los muertos. Las mujeres y los niños vuelven a su casa en silencio. Los hombres se quedan a velar al muerto.

Mi esposa ya sabe cómo va; no hace falta que nos digamos nada.

A veces, cuando ha terminado sus cosas, viene y se sienta a mi lado y miramos juntos cómo construyen la iglesia. Suelen ponerse por la tarde, al acabar el trabajo, y no continúan hasta el anochecer. Entonces se meten en casa, y nosotros también. Comemos sopa de tomillo y nos vamos a dormir.

Pasada una hora, mi mujer suele levantarse. Se piensa que duermo. Se sienta en una silla junto a las brasas de la chimenea y se cepilla el pelo largo. Si se lo deja suelto, le llega hasta las rodillas. Nadie lo ha visto nunca. Cuando nos casamos, apenas le llegaba a los hombros. Yo me quedo quieto noca arriba, observándola. Su pelo es del color de las hojas de roble caídas. Lo cepilla hasta que queda reluciente y se hace una trenza gruesa a la espalda, o a veces dos trenzas que le caen sobre los hombros. Durante el día, lleva un moño. Por las mañanas levanta los codos, desliza los mechones entre los dedos y los fija con alfileres y peines de hueso.

Me gusta mirarla. La piel clara, todavía joven, los ojos bajos cuando cose un desgarro en una camisa. Los labios, y los alfileres que sujeta entre ellos. Y cada vez me sorprende ver cómo el tiempo es capaz de curar una herida, de casi hacer desaparecer una cicatriz. Apenas se ve, ya.

Levanta los ojos y me mira interrogativa. Coge los alfileres que tiene entre los labios.

—¿Pasa algo? —pregunta.

Sacudo la cabeza. Querría llevármela. O al menos, el recuerdo de su suave rostro. Esto tampoco hace falta que se lo diga. Ya lo sabe. Me deja mirarla. Me concede su presencia, del mismo modo que me cede el pan más blando y los trozos de carne más tiernos, del mismo modo que coloca bien los cojines del sillón y se asegura de que toda mi ropa esté lavada, planchada y ordenada. Como si me fuera de viaje.

¿Es un viaje? En todo caso, se acerca. No tengo miedo. Solo deseo que no sea nada repentino; todavía necesito algo de tiempo. Unos días, unas semanas, si puede ser.

Es culpa del cura. La última vez que me examinó, me preguntó si quería confesarme. Dijo que tenía el corazón débil y que era mejor que resolviera mis asuntos antes de que fuera demasiado tarde.

Le dije que no tenía nada que confesar. Sacudió la cabeza.

—Si no quieres confesarte conmigo, hazlo con tu mujer, o con otra persona. Hasta puedes hacerlo con el perro o con una silla —me dijo.

Desde entonces no me lo quito de la cabeza.  

2.

El primer viaje que hice en mi vida fue desde mi pueblo natal hasta esta aldea. Me habían dicho que era menos de medio día de camino, todo cuesta arriba. Unas horas de camino monte arriba eran pan comido para el muchacho que yo era entonces, pero nunca había estado lejos de casa. Una vez había seguido el río hasta salir del pueblo, pero nunca había visto otro pueblo, nunca había estado en la ciudad cercana y ciertamente nunca había subido a la cresta de las montañas circundantes.

No hice el viaje solo. Me acompañaban tres ovejas que me había regalado Julien, el campesino para quien yo había trabajado hasta entonces. Me dijo que estaban preñadas y que podría usarlas para empezar un rebaño en la montaña. Julien era quien me había convencido de hacer ese viaje y empezar una nueva vida aquí en la aldea.

Yo no había hecho nada malo. Al contrario, había sido fiel a mi jefe desde pequeño. De niño ya iba con mi padre y mis hermanos a los huertos de Julien para ayudar en la cosecha de la fruta. Me enviaban bajo los árboles a recoger los albaricoques, los melocotones y las manzanas que colgaban a baja altura. Más adelante empezaron a dejarme subir a las escaleras. En invierno y primavera ayudaba en la granja. Siempre había algo que reparar o renovar en los graneros o los establos. Nada me parecía demasiado difícil o complicado; hacía todo lo que el jefe me pedía.

Pero lo que más me gustaba era estar con las ovejas. A veces me dejaban llevarlas a pacer. El viejo pastor, que llevaba toda la vida al servicio de la familia, igual que nosotros, conducía el rebaño a lo largo del río en busca de prados de hierba tierna. A veces nos pasábamos todo un día fuera. Hacia finales de abril, cuando las primeras ovejas empezaban a caminar espatarradas y con las ubres a punto de reventar, me ponían un camastro en el establo y me quedaba con ellas hasta que hubiesen nacido todos los corderos. Para entonces, los albaricoques estaban maduros y comenzaba la cosecha, que duraba todo el verano. Durante la vendimia, a finales de septiembre, notábamos que los días se acortaban rápidamente y las noches refrescaban, y después llegaba el largo invierno, durante el cual nos calentábamos sobre todo cortando y apilando leña.

De no haber sido por mis hermanos, quizás yo aún seguiría allí; quién sabe, podría ser ahora un viejo pastor que se llevaría a un niño siguiendo el río, todavía empleado en la granja, trabajando para un hijo o nieto de Julien.

Pero mis hermanos Pierre y René eran unos gamberros y unos matones. Cuando entraban en la granja, las mozas se escondían. Pierre era el más grandote de los dos. René solo le llegaba a los hombros, pero blasfemaba por dos. Se peleaban con todo el mundo, y si no había nadie con quien pelearse, se metían conmigo. Estaban descontentos, les parecía que Julien los explotaba y no podían soportar que yo aceptara cualquier tarea con gusto y sin refunfuñar por la paga. Nos pagaban dos veces al mes, y mejor así: la mayor parte de su dinero, y también el de padre, se gastaba en vino, que encima se veían obligados a comprar al propio Julen. Yo destinaba mi dinero a pan de centeno que compraba a un vecino, y a veces a un poco de cordero o cerdo que me vendía Julien. Pierre era el único que contribuía un poco a la economía familiar cazando algún conejo de vez en cuando. Vivíamos en una casa pequeña, también propiedad de Julien, al lado de una carretera de tierra que iba del pueblo a la granja.

Ahora pienso que no era una vida para un niño, pero estaba acostumbrado. Estaba acostumbrado a cuidar de mí mismo e incluso a ocuparme de que los demás tuvieran comida. Estaba acostumbrado a ponerme una camisa hecha trizas y unos pantalones malolientes por la mañana. No sabía qué era una escuela, aprendí a contar en la granja y, sobre todo, aprendí a ir a la mía. Estaba acostumbrado a que Pierre me sacudiese a sopapos o a que Pierre me zarandeara. No echaba de menos a mi madre porque nunca la había conocido. Pero a medida que me hacía mayor, cada vez me llevaba más golpes y patadas, y cuando despidieron a Pierre y René de la granja tras una bronca que se les había ido de las manos, me tocó soportar su furia en casa. Al día siguiente Julien me vio la nariz rota y la cara hinchada, y me llamó a su lado.

—Esto se va a acabar mal, chico —me dijo—. No te puedes quedar ahí.

Y me habló de una aldea en la montaña donde podría estar a salvo y empezar una nueva vida. No le hice caso enseguida. Nunca había estado en ningún sitio, y la idea de abandonar el pueblo y, sobre todo, la seguridad de la granja, me inquietaba.

3.

Al día siguiente, Julien me llamó de nuevo.

—¿Has pensado en lo que te dije? —preguntó. Yo me encogí de hombros—. Créeme —insistió—, tus hermanos son peligrosos. Son capaces de cualquier cosa. ¿Y si te lesionan de por vida? ¿O algo peor? Hasta ahora solo han utilizado los puños, pero son capaces de atacarte con un cuchillo. Se lo he comentado a mi mujer, ella conoce la aldea y le parece buena idea.

Me llevó a un zapatero del pueblo y me compró un par de zuecos. No unos simples bloques, sino una especie de zuecos de madera con cuero en el empeine. También me dio calcetines de lana. Me sentía un poco raro con esos calcetines y esos zuecos en los pies.

—En la montaña los necesitarás —dijo Julen—. Ahí el suelo está cubierto de piedras afiladas.  

Caminamos por la calle del pueblo, yo todavía descalzo, con mis nuevos e incómodos zapatos bajo el brazo, mientras Julien me explicaba cómo llegar a la aldea y lo que encontraría cuando llegara: unos cuantos carboneros que vivían allí y, con un poco de suerte, una casa vacía, en la que podría instalarme inmediatamente.

—Un tío de mi mujer vivía allí. Murió muy mayor, su casa todavía debería estar allí. Y hay otras casas vacías. Quizás no estén en buen estado, pero tú eres un chico hábil, puedes levantar paredes o reparar techos.

Hablaba sin parar y yo trataba de imaginarlo todo.

Al llegar a la mitad de la calle del pueblo, oímos de repente llorar un bebé. Los llantos, claramente de un recién nacido, salían de la ventana del primer piso de una casa de la calle principal. Julien se paró y señaló la casa.

—Es su primogénito —dijo—. Todavía son jóvenes. Han venido del norte. A ella se le nota, es una mujer refinada, y muy buena costurera, al parecer. Su marido vino a pedirme trabajo; cuando llegue la cosecha, lo cogeré.

Me molestó que cambiara de tema. La gente del pueblo, y especialmente los que vivían en la calle principal, no me interesaban. Tenían casas grandes, a veces de tres o cuatro pisos, con las fachadas y las puertas principales pintadas o decoradas con tallas de madera. Lo que pasara ahí dentro no era de mi incumbencia.

Estaba a punto de instar a Julien a continuar hablando de la aldea cuando, unas casas más abajo, oímos el llanto de otro niño. El mismo gemido lastimero y desesperado de un recién nacido. «¿Por qué lloran los niños cuando nacen? —pensé con fastidio—. Los corderos no se quejan cuando caen sobre la paja». Pero Julien se echó a reír.

—¡Menuda casualidad! —exclamó—. ¡Dos niños el mismo día! ¿Qué digo? ¡Casi al mismo tiempo!

Los gritos duraron más que los de la otra casa, donde ya no se oía nada. Estos llantos provenían de la casa de la esquina, salían por la rendija de una puerta entreabierta en la calle lateral. Era la panadería. En aquel momento me di cuenta de que la gran puerta principal de la tienda estaba cerrada, y que una cortina colgaba delante del escaparate. Normalmente, siempre que pasaba por delante de la panadería, cruzaba la calle para esquivar el aroma de las barras de pan recién salido del horno y la visión de los pasteles y tartas glaseados con miel o azúcar.

—¡El panadero español! —exclamó Julien—. Estuve justo ayer. Su mujer todavía amasaba, con el vientre tan gordo que apenas veía lo que hacían sus manos. Tienen buen pan, y ¡qué buen barbero es ese hombre!

Me palpé la barbilla, ya tenía algunos pelos finos, pero nunca me había afeitado. Conocía al panadero-barbero. A veces venía a la granja a comprar huevos o fruta. Tenía un aspecto un poco adusto, con profundos surcos en las mandíbulas y un grueso bigote. A veces traía a sus hijos. Tendrían unos diez años. Deseé que el bebé que acababa de nacer fuera una niña. Así sus hermanos la dejarían en paz.

Mis hermanos. Julien tenía razón. Más valía que me fuera, las cosas no mejorarían ahora que se habían quedado sin trabajo. Pregunté a Julien por las ovejas.

—Ven el sábado a primera hora —me dijo.

—No tengo dinero —repliqué.

—Ya me pagarás más adelante. Empezó a contar con los dedos, calculando cuánto crecería mi rebaño y cuándo podría pagarle sin problemas. No pude seguir sus cálculos, pero entendí que creía que al cabo de cuatro años tendría una veintena de ovejas.

4.

Fue un sábado. Mi mujer hasta sabe de qué año, mes y día. Su madre tenía un cuaderno en el que anotaba todos los acontecimientos importantes. En la familia de mi mujer, todos saben escribir. Se envían cartas entre ellos, y a parientes lejanos.

Sabemos que fue el 14 de abril de 1838. A veces vuelvo a contarle la historia de cómo me fui del pueblo, y ella la complementa con lo que recuerda y lo que yo no sabía, y así mi historia se convierte en la suya, y a la inversa. Entre los dos, intentamos ordenar los acontecimientos, a veces ayudados por un año que ella ha escrito en su cuaderno, como antes hacía su madre.

Hay cosas que no le cuento. Y puede que ella también me oculte algo. Ya no importa.

Mi mujer cree que tengo más o menos la edad de su madre. Entonces tendría setenta y tres años. Pero solo es una cifra. Sé lo que siento.

—Fue el 14 de abril de 1838, porque fue el día en que me bautizaron. Debías de tener unos veinte años —dice.

Aquel día subí al monte con tres ovejas. Por el camino me encontré a la comitiva del bautizo, un grupo de personas que se dirigía al priorato de la colina para que el prior bautizara a los dos bebés que habían nacido unos días antes en la calle del pueblo. Era solo la primera parte del camino que tenía por delante. Julien me había dicho que subiera hasta el priorato y allí tomara el sendero que salía de detrás del olivar.

Llevaba las ovejas atadas e intenté alcanzar la comitiva. Seguramente era una imagen graciosa, un chaval con un ojo morado y la nariz hinchada arrastrando tres ovejas tras él, porque algunas personas me miraron riendo. Reconocí al panadero español y a su regordeta esposa, que llevaba un fardo en brazos. Sus hijos caminaban a su lado. Detrás de ellos iba una pareja joven. La mujer llevaba un vestido con tres o cuatro volantes en la falda, lo que la hacía destacar entre las otras mujeres, que llevaban simples faldas negras o azul oscuro. Además, tampoco llevaba una gorra blanca de encaje como las demás, sino que se había recogido el pelo castaño claro con horquillas y peines. Llevaba a su bebé abrazado contra el pecho, respiraba con dificultad y tenía gruesas gotas de sudor en el labio superior.

Pregunté a los chicos del panadero si el bebé era niña o niño. Uno de los hombres respondió en su lugar:

—Niña —dijo—. ¡Dos niñas! Nacidas el mismo día, ¡casi a la vez!

Todos se rieron y yo asentí. No dije que ya lo sabía porque las había oído, porque estaba muy cerca cuando nacieron. Me alegré de que el bebé del panadero fuera una niña, no me fiaba un pelo de esos chicos.

Apreté el paso y dejé la comitiva atrás. Al llegar al priorato me detuve. La puerta de la iglesia estaba abierta. El interior estaba oscuro, solo había una lucecita que parpadeaba cerca del altar. Por un momento, consideré entrar (seguro que santiguarse no estaría de más), pero no me atreví a soltar las ovejas, así que me santigüé en el umbral. Dentro, olía a cera e incienso. Eran olores que conocía de hacía mucho tiempo, de cuando mi padre me llevaba a misa. Los domingos en los que todavía se tomaba la molestia de levantarse temprano y vestirse decentemente. Luego fui algunas veces yo solo, pero las misas se me hacían muy largas y no entendía nada.

Encontré el camino que salía de detrás del olivar. Era muy pendiente y demasiado estrecho para tirar de las ovejas, así que las solté y las arrié delante de mí. Cogí una rama y las golpeé para que avanzaran. Iban lentas porque no conocían el camino. A dos de las tres se les veía claramente que estaban preñadas, sus vientres abultaban hacia los lados. En cuanto a la tercera, no estaba seguro. También tenía el lomo más delgado.

Al cabo de un rato, el camino se ensanchó y se volvió menos empinado, y llegamos a una curva amplia. Me apetecían un sorbo de agua y el pan que me había dado Berthe, la mujer de Julien. También me había metido en la bolsa de yute un trozo de queso duro y unos cortes de carne seca, pero yo había decidido guardarlos, porque no tenía ni idea de cómo iba a conseguir comida en los próximos días y me parecía prudente ahorrar provisiones. Tomé un pequeño sorbo de la cantimplora de cuero que teníamos colgada de un gancho en la pared de casa, mantuve el agua en la boca durante unos instantes y tragué. Las ovejas mordisqueaban la hierba seca junto al camino. Las dejé pastar y me acerqué al borde de la curva para contemplar el paisaje. Tardé unos instantes en darme cuenta de lo alto que estaba ya y de que el grupo de casitas que veía ahí abajo era el pueblo del que había salido. Vi la iglesia, el ayuntamiento y una parte de la calle del pueblo. Detrás vi la granja de Julien. Incluso pude ver algún movimiento, un mozo conduciendo un caballo y un grupo de personas alejándose de la granja.

Yo estaba en la montaña, y ahí abajo todo seguía sin mí. Y sin mis hermanos. Tres hombres menos. Seguro que lo notarían; especialmente dentro de unos meses, cuando empezara la cosecha de fruta. Julien ya había echado el ojo a un nuevo empleado, el marido de la costurera, la mujer del vestido de volantes. No me había fijado mucho en él, pero no me había parecido muy fuerte. ¿Podría hacer este tipo de trabajo? Me pregunté si no sería mejor volver. En la granja me echarían de menos, porque yo ya sabía un poco de todo y nunca le hacía ascos a un trabajo. Pero el hecho de que hubiera movimiento en la granja significaba que la vida seguía, incluso sin mí. Tomé otro sorbo, tapé la cantimplora con el corcho y me di la vuelta. Las ovejas me miraron masticando. Las mandé camino arriba.

Antes de continuar, cogí una piedra. Había un montón, pero aquella piedra azul grisácea cabía perfectamente en mi mano y me la llevé. Ahora está en la fachada de la casa, junto a la puerta. A veces le doy un golpecito para asegurarme de que siga bien fija.

—Mientras esa piedra esté ahí, la casa se mantendrá en pie —le digo a mi mujer—. Mientras esa piedra esté ahí, no puede pasarte nada.

Parte 2

Colombe

1.

Hoy los postigos se quedarán cerrados. No tengo que hacer nada, puedo esperar a que vengan. Primero vendrá el hijo de Romain, el carbonero. Preguntará si ha llegado la hora, y luego irá a ver el cadáver del hombre que a sus ojos siempre ha sido viejo. Tan viejo como su padre, que ya se fue hace años. Luego irá a por su madre y su esposa. Su esposa traerá a otras mujeres. Mientras tanto, él llamará a los hombres. Harán un ataúd y lo traerán.

Las mujeres traerán jabón y paños, pero no hará falta. Ya tengo de todo. Ya lo he hecho todo. Le he cerrado los ojos y le he lavado la cara. Ayer aún le afeité la barba. Me lo pidió él. Después de afeitarlo íbamos a comer juntos un plato de sopa, pero dijo que no tenía hambre:

—No necesito nada. Ya falta poco.

En aquel momento no le presté atención, pero ahora no me lo quito de la cabeza. «Ya falta poco». ¿A dónde se ha ido?

Se acostó sin cenar y se durmió rápidamente. Después se puso inquieto. Se revolvía como si quisiera levantarse y luego se dejaba caer de nuevo sobre la almohada. Cuando me acosté a su lado y le cogí la mano, se calmó. Encendí la lámpara de queroseno, me senté en la cama y lo miré. Como no quería quedarme dormida, me puse unos cojines en la espalda y me concentré en su respiración, muy irregular. A veces parecía que se apagaba, otras veces se volvía agitada y apremiante. Buscaba aire como si en la habitación no hubiese suficiente. Abrió los ojos una última vez:

—Miedo de no encontrar el camino —tartamudeó. Y se puso a susurrar con los ojos cerrados—. Todavía no quiero dejarte...

Suspiró.

Ahora su cuerpo está frío. Más frío que las sábanas, más frío que el aire de la habitación, más frío que el exterior. ¿Cómo puede estar tan frío?

Todavía era de noche cuando le lavé la cara y el cuerpo, que se iba enfriando. Me di prisa. Lo sequé con cuidado, delicadamente, por miedo a dañarle la piel tan fina. Le puse unos calzones calientes y encima su mejor pantalón. Después una camiseta sin mangas, una camisa y un chaleco. Y finalmente lo cubrí con la chaqueta.

Los pantalones y el chaleco se los hizo mi madre antes de que nos casáramos. Hasta de que nos prometiéramos, incluso. Michel era cliente de mi madre desde hacía años. Le caía bien. Incluso le pidió que se casara con él. No hace mucho que me lo contó. Mi madre no lo mencionó nunca.

La semana pasada sacó él el tema, me dijo que le había pedido que se casara con él a instancias de Julien y Berthe. Primero, había pedido unas sábanas.

Sábanas. En aquella época, ningún pastor tenía sábanas. Dormían sobre helechos o sobre paja si estaban bajo techo. Si iban a pasar varios días en los pastos más altos, se llevaban un camastro hecho por sí mismos con palos y cuerdas para no tocar el suelo frío. En su casa, Michel dormía sobre pieles de oveja y paja, con solo una manta sobre su cuerpo recio.

Yo no entendía cómo se le había ocurrido encargar sábanas.

—No tenía nada que hubiese que remendar —me explicó—. Tenía un par de pantalones para cada día y otro para los días de guardar. Tenía tres camisas, un chaleco y una chaqueta. No necesitaba nada. Por eso encargué unas sábanas.

Eran de lino resistente. Mi madre acababa de comprar lino a un comerciante que pasaba cuatro veces al año. Cortó las sábanas a la longitud adecuada, Amparo cosió el dobladillo de abajo y yo el embozo. Las tres trabajamos en las sábanas del pastor, el hombre que tan intrigadas nos tenía. Se decía que se casaría con una de nosotras, con Amparo o conmigo.

Y resulta que se lo pidió a mi madre. Si ella hubiera dicho que sí, todo habría sido diferente. Pero lo rechazó, no quería casarse con él y venir a vivir a la montaña. No hubo más que decir. Michel no pasó más de 15 minutos en la sala. Amparo y yo lo habíamos oído entrar y estábamos esperando en la cocina. No sabíamos de qué estaban hablando. No me enteré hasta años más tarde, y porque me lo dijo él.

Después de que viniese a recoger y pagar las sábanas pasamos mucho tiempo sin verlo. Quizás vino al pueblo, pero no visitó a mi madre. Un día se presentó de repente en la panadería. Aquel día atendía Amparo y yo también estaba. Me encantaba dar los panes a los clientes, Amparo les cobraba. El pastor entró y preguntó por el panadero. Amparo fue a buscarlo. Yo miré el pastor. No dijimos nada. Se quedó esperando en la puerta de la barbería. Tenía una barba frondosa y los cabellos oscuros le llegaban al cuello de la camisa. Su ropa no parecía sucia, solo arrugada. Llevaba zuecos planos con la parte superior de cuero. El cuero brillaba, me pregunté si lo habría pulido con grasa. No podía quitarle los ojos de encima y no dejé de observarlo hasta que lo incomodó claramente y se dio la vuelta. Miró la habitación del barbero.

Vino el padre de Amparo, se sacudió la harina del delantal, se frotó las manos en un trapo y señaló la silla de barbero. Luego corrieron la cortina de la puerta. Amparo y yo nos miramos. Acabábamos de empezar a olvidarnos de él, y ahora reaparecía de nuevo.  Nos quedamos en silencio en la tienda, escuchando. Intercambiaron algunas palabras, pero no alcanzamos a oír que decían. Hubo movimiento detrás de la cortina, tan silencioso que hasta se oía el tris-tras de las tijeras.

Vi que Amparo estaba furiosa. Podía acumular tanta rabia en la mirada como su padre. Sus cejas gruesas se juntaban. A mí no me preocupaba. La conocía muy bien. A veces parecía hosca y descontenta, pero al instante siguiente te dedicaba una sonrisa y te desarmaba. Tenía la piel marrón claro en invierno y la cara morena en verano, y pelitos sobre el labio superior. Mi madre le había propuesto quitárselos con cera caliente, pero Amparo no quiso ni oírlo.

Una mujer vino a por una bolsa de barras de pan y Amparo la atendió con mala cara. Para compensar el mal humor de Amparo, yo sonreí y saludé a la mujer con la cabeza.

Poco después se abrió la cortina y salió el pastor. Tenía el pelo corto, las mejillas lisas y blancas, la frente morena. Resultaba raro. Volví a quedarme mirándolo. Sabía que se daba cuenta, pero no pude evitarlo. Esta vez me devolvió la mirada. Noté que mi corazón latía más rápido. De repente supe que el rumor era cierto, que volvería. Que elegiría a una de nosotras dos. Y al pensarlo, sentí una especie de excitación que no conocía. Desde ese día, pensé en ello casi a diario. Me ponía en su lugar y sopesaba los pros y los contras. Era consciente de mi encanto, sabía que me parecía a mi madre. Tenía su pelo claro y sus manos delicadas. Los chicos del pueblo me miraban. Pero Amparo tenía fuerza, se le veía en los firmes hombros y la gruesa trenza negra azabache que le colgaba en la espalda. Amparo era fuerte. Podía amasar durante horas, cargar tinas pesadas, parecía que no se cansaba nunca. Se convertiría en una mujer capaz de soportar la dura vida en la montaña.

Y, sin embargo, él me eligió a mí.